LA NACIÓN, Martes 08 de febrero de 2011.- Zygmunt Bauman, sociólogo polaco de origen judío, ha tenido gran éxito editorial describiendo nuestra sociedad "líquida". Uno de sus libros, Amor líquido, captura el mensaje de la posmodernidad sobre las relaciones sexuales. Hoy, los vínculos son frágiles, débiles, casi etéreos.
El amor líquido es la herencia que nos ha legado la revolución sexual. Y cuando los adultos piensan que los jóvenes nadamos placenteramente en sus aguas, a muchos nos ha inundado el inconformismo. Y, de hecho, una reacción está en ciernes.
Durante los últimos años han surgido iniciativas de jóvenes en todas partes del mundo contra la instrumentalización de la sexualidad y a favor de su personalización a partir del amor. El movimiento más fuerte se ha dado en los EE.UU. y comenzó en febrero de 2005, en la prestigiosa Universidad de Princeton, con el lanzamiento de The Anscombe Society. Esta sociedad reunió a un grupo de estudiantes que -tal como relata Ryan T. Anderson, uno de sus fundadores- estaban cansados de la deshumanizante cultura de los campus universitarios y buscaban señalar una alternativa, una forma más excelente de celebrar la sexualidad humana. La noticia circuló rápidamente por medios como The New York Times y el modelo se replicó vertiginosamente en otros lugares. Hoy contamos grupos idénticos en más de 30 universidades e incluso se ha fundado una nueva organización, Love and Fidelity Network, dedicada exclusivamente a equipar con recursos y entrenamiento a estos jóvenes para que puedan, en ámbitos hostiles, promover sus ideas. En todo el mundo occidental, incluida la Argentina, están surgiendo movimientos similares.
Todos estos jóvenes coinciden en una serie de ideas desconocidas hoy para muchos adultos. Piensan que la sexualidad es una dimensión humana a celebrar. Ella jamás debe ser reprimida, pero tampoco puede reducirse sin más, a la utilización del otro como medio de placer. Por eso, la abstinencia adquiere un significado positivo y el matrimonio resalta como acto de libertad fundamental capaz de elevar cualitativamente la capacidad de amar. Estos jóvenes -primera generación masiva de hijos de padres divorciados- reivindican la familia como fuente de amor incondicional, sustento del desarrollo saludable de la personalidad y cuna de ciudadanos proactivos y responsables.
La noción vital es que la sexualidad es cauce del amor -¿cuándo fue que lo olvidamos?- y que la primera sin el segundo no colma las aspiraciones del corazón humano.
Sin embargo, la novedad radical es que estos grupos no se fundan en argumentos teológicos, sino en ciencias humanas. La mayoría de ellos se animan a desafiar y desarticular con dulces argumentos el discurso dominante en las academias más solemnes.
Algún observador desatento podrá alegar que esta lectura se contradice con los hechos. Que el imperio del consumismo sexual, la baja en la tasa de nupcialidad y el aumento de los divorcios son pruebas tajantes de que los jóvenes son líquidos .
Y tendrá parcialmente razón. Pero olvidará que los cambios sociales son conquistas de las minorías creativas y no de mayorías descreídas. Y estas minorías juveniles tienen sed de sublevación. Ya no tienen una autoridad familiar contra quien rebelarse, ni siquiera una ética sexual de la cual burlarse. Hoy los jóvenes sólo podemos levantarnos contra el libertinaje, la desorientación y el sufrimiento que genera aquello que Erich Fromm llamaba separatidad. ¿Dejaremos pasar esta oportunidad?
Estamos en la intersección de dos líneas. En el presente, que ya es historia, eximios literatos y académicos llenan las editoriales con tinta que huele a mayo francés y las universidades con lineamientos que imponen esos olores; gobernantes correligionarios traducen al compás esas ideas en políticas públicas, y una legión de periodistas, inspirados por ese halo de uniformidad, creen dar noticia de la novedad mientras comunican el último testamento de una revolución que ya huele a naftalina.
Pero mientras el público observa las cúpulas de las universidades, los gobiernos y los medios, en los suburbios de esos ambientes nacen las nuevas ideas y se prepara la contrarreforma. Cuando todos miran asombrados los logros del liberalismo sexual, una liberación más atractiva se afinca en el corazón de miles de jóvenes. Y se afianza, con el tesón que despierta saberse injustamente censurados por la corrección política.
Lejos de ganar la guerra cultural, la revolución sexual comienza a cerciorarse de que su era llegó a su fin, y al tiempo que disfruta de las recompensas que le otorgan batallas del pasado, atiende a las derrotas que son la fuente de su desaparición futura. Porque los jóvenes que ni siquiera habíamos nacido en los 60 ni en los 70 estamos cansados de que adultos que una vez tuvieron nuestra edad -y lamento agregar, que ahora ya están mayores- pongan en nuestras bocas palabras que ya no pueden ser suyas.
Así, mientras Simone de Beauvoir descansa con una sonrisa en su lecho viendo pasar toneladas de noticias y miles de leyes que concretan sus postulados, algunos chicos que hoy se revuelcan en los vientres de sus madres -de esas pocas que los verán nacer- anticipan a quiénes pergeñarán políticas públicas bien diferentes. Y las cultivarán sobre el abono sembrado por los jóvenes de hoy, que con la miel de sus razones ya están atrayendo corazones a ser partícipes de una nueva revolución: la revolución del amor fiel, verdadero, responsable: la revolución del amor sólido.
El autor es abogado y fundador del Grupo Sólido
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