jueves, 16 de diciembre de 2010

Del espíritu revolucionario I - Daniel Lasa


La mentalidad revolucionaria setentista ha vuelto a teñir el espacio público. Desde su hábitat natural, cual eran las universidades, ha ido lentamente impregnando a la sociedad civil, hasta alcanzar al mismísimo poder político. Nos enseñan que los héroes nacionales y latinoamericanos son el Che Guevara, Fidel Castro, Juan Gelman, etc. En estos días observaba azorado en un barrio de mi ciudad, Villa María, Córdoba, un busto en homenaje al Che Guevara. ¿Cómo ha sido posible todo esto?. Simplemente porque la mentalidad revolucionaria ha ido ganando las trincheras de la cultura (lenguaje castrense que gustaba usar Gramsci) y, poco a poco, las categorías revolucionarias se han ido adueñando de las mentes de los argentinos. Hay que sumar a esto, la cobardía de la clase política que sólo entiende de «negocios» y muy poco de verdad. De allí que en Argentina se haya desatado una persecución para con todos aquellos que, sin tener responsabilidad alguna en la muerte de tantos hombres inocentes en la Argentina durante la década del 70, se oponen y se seguirán oponiendo al espíritu revolucionario. A estos últimos, que no luchan por el “pueblo”, es preciso borrarlos de la vida cívica nacional. Si un militante revolucionario muere, se declara un paro nacional. ¿Qué sucede con tantas otras personas que mueren diariamente?, ¿qué sucedería si un dirigente no revolucionario fuese asesinado cobardemente como lo fue Mariano Ferreyra?, ¿se convocaría a un paro nacional?. Respondo con absoluta certeza: no. No es la misma muerte la que provocan los revolucionarios que la que ocasionan sus enemigos. Una prueba de ello es la actitud de no pocos políticos, entre ellos la Primera Mandataria, que se desviven por entrevistarse con un asesino como Fidel Castro. Si el Presidente Chávez acusase a un militante del Pro de haber asesinado a un senador venezolano, la extradición otorgada por el gobierno argentino sería inmediata. Pero si se trata de Apablaza, un hombre que lucha por el «pueblo», no debe permitirse la extradición. Nos parece que es preciso tener en cuenta la clara advertencia del profesor Oscar del Barco, hombre amigo de la revolución, en su momento, pero mucho más amigo de la verdad: «Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotzky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara. No sé si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla sobre el crimen y los campos de exterminio. Por eso las “revoluciones” fracasaron y al ideal de una sociedad libre lo ahogaron en sangre» [1].

A continuación, señalaremos tres de las características del espíritu revolucionario al que hemos hecho referencia. Consideramos que la primera característica es la de una fuerte pasión religiosa. Es propio del revolucionario aspirar al Reino, a la plenitud total. Claro está que no es el Reino asegurado por Dios sino por la misma praxis revolucionaria que se da en este mundo. El revolucionario está llamado a dar su vida en orden a la instauración de una situación definitiva, intrahistórica, en que todo mal desaparecerá y el hombre podrá ser plenamente feliz. Pero, ¿quiénes son los hombres que garantizarán la tan anhelada revolución?. Sólo una elite constituida por los que poseen el conocimiento, la llave interpretativa de las causas que provocan el mal y el conocimiento de los pasos necesarios para alcanzar la felicidad plena. Ahora bien, si la felicidad del hombre es realizada por el revolucionario en la tierra, entonces la ética pasa a identificarse con la política. Esta última será una actividad sacra por cuanto de la misma va a depender la salvación del género humano. De allí que la «moral revolucionaria» sea completamente diversa de la sociedad a la que pretende destruir para reconstruir. La moral del revolucionario se funda sobre un principio que resulta fundamental: todo medio empleado en la aceleración de la revolución resulta bueno ya que permite la conquista del paraíso terrestre. De allí que la mentira, la difamación, la violencia, la muerte, encuentren una perfecta justificación desde la moral del revolucionario. Y es por eso que todo individuo que lucha por la revolución sostiene una ética que, a la postre, lo convierte en un héroe. A propósito, el caso de Juan Gelman es, en nuestro país, paradigmático. Se lo presenta como el poeta–mártir; sin embargo, esta mártir martirizó (valga la redundancia) a muchísimas víctimas. Señala Del Barco: «Su responsabilidad fue directa en el asesinato de policías y militares, a veces de algunos familiares de los militares, e incluso de algunos militantes montoneros que fueron “condenados” a muerte» [2].

Cabe consignar que esta pasión religiosa del revolucionario ha sido parangonada con la del gnóstico. Al igual que el gnóstico, el revolucionario está insatisfecho con la realidad que le toca vivir: está convencido que las dificultades de su situación deben atribuirse a la estructura intrínseca del mundo que es deficiente y, por eso mismo, debe erradicar el mal. Este cambio radical del mundo, pues, depende exclusivamente de sus propias fuerzas [3].

Otra característica del revolucionario es el resentimiento. Señala Luciano Pellicani que el resentimiento es la clave para comprender los rasgos específicos del pathos revolucionario. Y añade que la esencia de la política del resentimiento consiste, sobre todo, en no querer dialogar con el otro y, por eso mismo, busca de diversos modos golpearlo y humillarlo. Cuando esta posición se convierte en dominante dentro de una sociedad política se desata la guerra. La causa del resentimiento es siempre la misma: un doloroso sentido de no ser tratado según las expectativas legítimas, acompañado de cotidianas frustraciones que generan una propensión a la agresión y a la violencia [4]. Refiere Pellicani: «… el hombre de resentimiento es ciego ante la evidencia y obstinado en querer negar los hechos que contradigan su crítica rencorosa. Él vuelve las espaldas a todo aquello que podría amenazar su convicción profunda o paralizar su acción corrosiva…Un hombre tal está en capacidad de ver aspectos de la realidad que escapan a los otros pero, al mismo tiempo, es incapaz de tomar en consideración cualquier tipo de objeción y de crítica racional» [5].

Señalemos como última característica la obsesión por el poder. Este poder es omnipotente y abraza a la vida humana en su totalidad. Si se quiere cambiar de modo definitivo el mundo, será preciso no dejar ningún ámbito de la existencia en el quede algún vestigio del «mal». Un filósofo marxista ha señalado: «… cuando el cambio de las relaciones sociales equivale al cambio de la naturaleza humana, el Poder se transforma en omnipotente, puesto que puede cambiar todo, incluso la naturaleza humana. El Poder no está limitado por nada y sus posibilidades no tienen fin» [6]. Revolución y poder totalitario son, en consecuencia, la misma cosa.

Este espíritu revolucionario, lamentablemente, se ha vuelto a instalar en nuestra patria argenta. Una Iglesia revolucionaria, formada por un grupo de ex setentistas e integrantes más jóvenes, habiendo decidido crear el Reino de la divina libertad en este territorio del Cono Sur, se muestran implacables e intolerantes con todas aquellas fuerzas que pretenden moverse en una dirección diversa o contraria. Su monismo axiológico es absoluto: existe un único fin, cual es el reino de la libertad en este mundo, al que sólo este grupo de iluminados es capaz de conducirnos. Su poder de jurisdicción sobre la vida individual y colectiva adquirirá, cada vez más, un carácter absoluto. Sobre esta Iglesia, sin la cual no puede existir salvación para los hombres, no se erige poder alguno, ni siquiera el de la Suprema Corte de Justicia de la Nación Argentina. El origen de este totalitarismo no puede encontrarse, sino, en la divinización de la política, cuando esta última, sustituyendo a la religión, se transforma en la vía de la salvación. Esta política es mucho más que una política autoritaria, es una política totalitaria. Y la misma es el resultado de aquellos que operan en nombre de una doctrina sagrada, de un saber privilegiado y salvífico, de una revelación que indica el camino de realización y salvación del hombre.



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Notas

[1] Oscar del Barco. «Carta enviada a La Intemperie por Oscar del Barco». En No matar. Sobre la responsabilidad. Córdoba, Ediciones La Intemperie, 2008, 1ª reimpresión, p. 33.

[2] Ibidem, p. 33.

[3] Cfr. Eric Voegelin, Il mito del mondo nuovo. Saggi sui movimenti rivoluzionari contemporanei. Milano, Rusconi, 1970, pp. 26–27

[4] Cfr. Luciano Pellicani. I rivoluzionari di professione. Milano, FrancoAngeli, 2008, pp. 108–109.

[5] Ibidem, p. 110.

[6] Karel Kosik. La nostra crisi attuale. Roma, Editori Riuniti, 1969, p. 70.






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