jueves, 3 de febrero de 2011

Yonatan y Yesica - Rolando Hanglin



Especial para lanacion.com, Martes 01 de febrero de 2011.- Durante el veraneo uno convive con mucha gente desconocida. En las playas, en los restaurantes de la costa, en los paradores y bares a orilla del mar, se encuentra con nuevos nombres y nuevas caras. Por ejemplo, familias jóvenes en las cuales los padres tienen 30-40 años y los hijos entre 2 y 10. En realidad, estos hijos suelen ser uno solo, que responde al nombre de Jonathan o Jessica.

Estos nombres -que están rabiosamente de moda- tienen una virtud singular. Pueden escribirse de cualquier modo: Jessica puede ser Yesica o Yessica, así como Jonathan puede reemplazarse por Jonatan o Yonhatan, el que luego será llamado Yonnhy (pronúnciese Shoni) cualquiera sea la grafía elegida. Estamos viviendo el imperio de la libertad absoluta. El analfabetismo por fin ha roto sus cadenas, liberándose de tiranos como la Gramática, la Ortografía, la Historia y las Lenguas. La Real Academia, desbordada por estos ideales libertarios, ha proclamado incluso que "sexy" puede escribirse "sexi". Adelantándose a las conquistas del futuro, muchos visionarios escriben ya "convinar una sita" en lugar de "combinar una cita".

Por otra parte Jonathan y Jessica no son nombres que pretendan homenajear a un personaje bíblico o a la actriz Sarah-Jessica Parker. Nada de eso. No recuerdan el nombre de un abuelo o un antepasado ilustre: hoy se trata de que cada uno sea uno mismo; como si pudiera ser otro.

Las familias aparecen de manera impactante. Adelante va el niño solitario, verdadero emperador del grupo, aunque tenga tres añitos. Detrás llegan trotando el papá y la mamá, y a la zaga otra pareja: generalmente, los abuelos. El papá es como otro niño, pero con cuarenta años. La mamá, una linda mujer que emana sexo. Los abuelos (relativamente jóvenes) se muestran un poco azorados ante la vida, pero fascinados por el nieto. Es que -se nota a la legua- es el único niño de la familia. Solito, pequeño y frágil, rodeado de esos cuatro monstruos gigantes que le hablan a gritos.

Le preguntan mil cosas: ¿Qué querés comer, milanesas o papas fritas? ¿Te gustó la playa? ¡Mañana vamos a ir a la playa de nuevo! ¿Querés?

Madre y abuela extraen sendas cámaras digitales y comienzan a fotografiar a Jonathan. Clic, clic, clic. Y luego le muestran la foto y le dicen que está precioso. Ahora colocate con papi, más cerca, más aquí, más allá: clic. Alguien pone a funcionar una video. Le ruegan que camine por el salón, que salte, que ría, que corra, que se siente.

Así es la familia de hoy. Cuatro o seis adultos por cada niño. Todos los enormes papás, mamás, tíos y abuelos se reúnen fascinados en torno a esa personita que no sabe qué hacer.

Un papel especial le corresponde al papá. Ríe a carcajadas, grita, gimotea, juega con grandes empujones y maniobras bruscas. Ha decidido volver a ser niño. Habla como un niño. Levanta a su hijo por el aire, lo besa, lo palmea, le grita al oído. Hay una grotesca desproporción entre sus modales y su cuerpo de hombre crecido.

Es que el padre era antiguamente una encarnación del orden, la disciplina, la ley, la compostura. Se decía a los niños: "Shhhh, silencio que tu papá se pone nervioso"; o "no despiertes a papá"; o "a dormir todos que ya llega papá". Pero estos eran los tiempos del viejo padre-ogro, el "padre padrone" de la película, aquel que con su mirada nos dejaba paralizados. Ya no existe más.

Los papás de hoy han decidido ser un niño más entre los niños. Besucones y divertidos, no vacilan en rodar por el piso, volcarse el puré de papas en la camisa o cantar a los alaridos "yo tengo un elefante que se llama trompita". Juegan, juegan y juegan. Son patapúfete, Carozo y Narizota, el Circo de Balá, en forma de padre. No quieren ser "una voz de orden" para sus hijos. Prefieren ser amiguitos de juegos, inolvidables payasos del cumple del nene. Desde cambiar los pañales hasta soplar la trompetita (cosa que hacen con gran vigor pulmonar, para tragedia de los vecinos) están metidos en el día a día de sus hijos chiquitos, más que la propia madre.

La mamá mantiene una cierta normalidad, aunque -claro- está pasmada porque finalmente, a los 37 años ¡Logró tener un hijo!.

Cada vez que los Cuatro Adultos se juntan alrededor del niño, este sufre un brote psicótico. A los veinte minutos, acaba golpeando la mesa con una cuchara, revoleando pasteles por la ventana o desparramado en el piso, tapándose los ojos con ambas manitas. Jonathan (o Jessica) acaban siempre llorando.

Y es conveniente que vayan llorando a cuenta, ya que estos niños descerebrados por sus padres tendrán una vida difícil. Un día chocarán con un mundo duro y cínico donde nadie les preguntará si prefieren vainilla o chocolate, donde nadie les sacará fotos ni los cubrirá de besos. Y entonces, pobrecitos, tendrán que crecer de golpe todo lo que no crecieron en la niñez y la adolescencia.













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