martes, 26 de octubre de 2010

Un caso que habla del futuro - Carlos Pagni



LA NACIÓN, Lunes 25 de octubre de 2010.- El asesinato de Mariano Ferreyra encierra, en su enorme densidad política, muchas claves del futuro. Desde que se produjo, el país ha asistido a comportamientos y ha oído palabras que, con una expresividad por momentos dramática, hablan de tendencias difíciles de revocar.

Uno de esos mensajes dice que los Kirchner están cada vez más cerca de perder el poder el año que viene. No es una evidencia que provenga de las fluctuaciones de imagen del matrimonio, sino del patético nivel de mala praxis que contamina sus decisiones. Si su estrategia electoral saldrá de la misma cabeza que interpretó los hechos de Avellaneda, el kirchnerismo no debe esperar algo muy distinto de la derrota.

El miércoles por la noche, la Presidenta y su esposo dispusieron -con la misma liviandad con que le imputan un delito aberrante a Bartolomé Mitre y a Héctor Magnetto- que la bala que mató a Ferreyra debía ser atribuida a un ex presidente de la Nación, Eduardo Duhalde. Hugo Moyano lo repitió por televisión, demostrando que está adherido al matrimonio, entre otros pegamentos, por un candor infantil. Ahora pagan cara esa martingala: el presunto responsable de la muerte del joven militante, Cristian Favale, es un barrabrava que asiste a las fiestas de Amado Boudou. Sería un disparate responsabilizar a Boudou por una foto. Pero si alguien lo cometiera el ministro debería quejarse ante sus jefes, fundadores de esta lógica. Favale se entregó ayer, alegando inocencia. Dio detalles sobre quien, según él, fue el verdadero killer. ¿Alguien quiere encubrir al autor de los disparos?. Nadie debería sospechar del Gobierno si no fuera porque desde la Casa Rosada lanzaron aquella fábula inicial sobre el duhaldismo.

Imaginar que en Olivos se aloja un genio maligno maquinando coartadas es sobreestimar a los Kirchner. Cada vez más anquilosados, ellos han perdido la capacidad de organizar la información de manera inteligente. La convicción de que el asesino de Ferreyra es Duhalde es anterior a la muerte de Ferreyra. Hace ya mucho que los Kirchner descifran las malas noticias con la sola hipótesis de una conspiración del PJ disidente, Julio Cobos y los medios de comunicación independientes. A los cortesanos que los rodean les resulta más práctico alimentar con leyendas urbanas esas fantasías que proveer una versión rigurosa de los hechos. No vaya a ser que, por desmentir el dogma, ellos también terminen acusados de ser parte del complot.

La reacción oficial ante el crimen de Avellaneda es, entonces, otro indicio de que en el seno del poder han dejado de pensar. Hubo varios anteriores. La chapucería de elaborar un libro negro sobre Papel Prensa sin averiguar lo que dirían los Graiver, el despropósito de confiar las relaciones con la Corte a la sutileza de Hebe de Bonafini, el recurso al Twitter como terapia ocupacional y el inoportuno reto a Daniel Scioli revelan que Cristina y Néstor Kirchner carecen hoy de los reflejos que demanda una tarea tan delicada como la retención del poder en los próximos comicios.

Dos testigos calificados están confirmando ese diagnóstico. Uno es Scioli, que sigue bajándose del barco. Ayer su policía descargó en la Federal la responsabilidad de lo ocurrido entre Avellaneda y Barracas. El otro es Moyano. Al adelantar lo que está dispuesto a hacer si el próximo presidente no resulta de su agrado, reforzó la presunción de que los Kirchner están agotados.

Las advertencias de Moyano adelantan un rasgo de lo que está por venir. Carente de institucionalidad política, dinamitado su sistema de partidos, la Argentina ha perdido destrezas elementales como la mediación, la negociación, el acuerdo, la argumentación. Desde el colapso de 2001 es el reino de la acción directa: se toman las rutas, los colegios, los ministerios, las fábricas. Los Kirchner estaban llamados a revertir ese proceso, pero lo profundizaron con su liderazgo predatorio. Un botón de muestra: al negarse a recibir a sus autoridades, la Presidenta convalidó al Partido Obrero en su argumento de que sólo resulta eficaz la protesta callejera.

Las barras bravas son un actor inevitable de esta escena hobbesiana. Un experimentado dirigente radical lo explicaba así el viernes pasado: "Dado que el Estado renunció a la obligación de garantizar el orden público, cada organización sale a la calle rodeada de un aparato de violencia. Ese aparato le sirve para defenderse, pero también para disciplinar al propio grupo, sobre todo a la hora de retenerle un porcentaje de los subsidios que reciben". El Gobierno preside este sistema: entre sus ONG figura Hinchadas Unidas Argentinas, una liga de barrabravas alimentada con fondos de la Oncca.

Hasta que se complete la sucesión presidencial, las facciones que han capturado un monto de poder en estos años enviarán señales extorsivas a quienes pretendan reemplazar a los Kirchner. Moyano inauguró este procedimiento en River. No pretendió halagar a la pareja presidencial. Al contrario. Kirchner apareció allí como un jefe en retirada, que está para hacer muecas desde la tribuna. Las 70.000 personas fueron congregadas para que Moyano pueda insinuar que hoy están en un estadio, pero cuidado, porque mañana pueden estar en la plaza.

Si alguien velara por los intereses del camionero, le haría notar su error. Antes de formular su advertencia, el principal problema de la oposición era, en caso de llegar al poder, qué hacer con Kirchner. Había respuestas de lo más truculentas. Ahora la pregunta es qué hacer con Moyano, que reemplazó al ex presidente como incógnita post-2011. Una despiadada peronista contesta: "Problema para el Ministerio de Justicia, no para el Ministerio de Trabajo". Tal vez los jueces que no cierran las causas que complican al sindicalista piensen lo mismo. Ellos también envían señales al futuro.

La dependencia del jefe de la CGT es otro signo del ocaso de los Kirchner. Como Isabel con Lorenzo Miguel, o Alfonsín con Carlos Alderete, la Presidenta va descubriendo la capacidad corrosiva que tienen los sindicalistas para quienes buscan su compañía en el crepúsculo. Moyano acaba de conseguir lo que se creía imposible: que los comunicadores más sagaces del kirchnerismo se vean obligados a presentarlo como un dirigente progresista, heredero de Ongaro y Tosco, que nada tiene que ver, por ejemplo, con José Pedraza. Para reconocer a Moyano en ese retrato hay que olvidar muchos detalles. Entre ellos uno que publicó LA NACION hace tres meses: su antigua asociación con Pedraza, Franco Macri, Gabriel Romero y el grupo Roggio en la explotación del Belgrano Cargas. El crimen de Ferreyra corrió el velo del opaco mundo que construyeron los Kirchner, con Ricardo Jaime y Juan Pablo Schiavi como arquitectos, sobre el negocio ferroviario.

Otro atisbo en el horizonte: la descomposición oficialista acelera el armado opositor. El radicalismo lanzará, en diciembre, un programa común acordado con Ricardo Alfonsín y Cobos. Los radicales apuestan a una gran elección interna que, por su caudal de participantes, ubique al triunfador como el dirigente más apto para reemplazar al Gobierno.

El PJ disidente, por otro lado, mira de reojo a Scioli, pero abrió tratativas con Mauricio Macri. En los últimos cuatro meses, Macri tuvo tres largas reuniones a solas con Duhalde. El PJ antikirchnerista y Pro negocian una oferta conjunta en una mesa que coordina Angel Torres, mano derecha de Juan Carlos Romero.

Cualquiera sea el desenlace de esas tratativas, existen ya algunas certezas. Si los Kirchner se van, serán reemplazados por un gobierno de coalición. El pacto que lo engendraría, indispensable en el Congreso, será explicitado antes de la eventual segunda vuelta. Esa administración tendría dos características salientes: su liderazgo no podrá ser, por definición, absolutista, y su gestión deberá encaminarse a desmontar muchos de los artefactos instalados por la Presidenta y su esposo, más que a inventar otros. En síntesis: si en las próximas elecciones la Argentina cambia de signo, la épica de los Kirchner dejará lugar a un poder de transición.



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